Es probable que el concepto de “historia” sea uno de los más difíciles de distinguir, a pesar de su aparente univocidad y continuidad desde el mundo clásico hasta nuestros días. Hay dos factores fundamentales para explicar esta dificultad: una ambigüedad originaria –entre la narración y lo narrado–, por una parte, y un cambio radical de significado que se explica –y valga la redundancia– a partir de su historicidad, por otra. En cuanto al primero, ya Cicerón la definía como “la exposición de hechos reales alejados de nuestra época, [en tanto que] la ficción es la narración de un hecho imaginado pero que hubiera podido ocurrir” (Cicerón 1997, p. 121). Así, si bien podía distinguirse la narración de ficción de la que se refiere a lo “real”, el término “historia” como tal permanecerá siendo ambiguo incluso hasta la fecha, como ya podemos observar en la definición del Diccionario Covarrubias, en el que, por un lado, se le consideraba una “narración rigurosa”, en tanto que, por otro, “qualquiera narración que se cuente, aunque no sea con este rigor largo modo se llama historia” (Covarrubias 1611, p. 473). Esta condición puede observarse en el análisis de los impresos de la forma discursiva “historia de…”, pues entre el siglo XVI y el XVIII es difícil discernir de cuál de las narraciones se trata, y sólo a partir de algunos paratextos específicos podemos ir distinguiendo si se refiere al trabajo “riguroso” del historiador o de una narración “largo modo”. Es así que el propio Koselleck acudió a la distinción entre “historia” con minúscula para referirse a la del Antiguo Régimen, cuyo “contenido y extensión semánticos” no se alcanzaron antes del último tercio del siglo XVIII, cuando surgió la Historia con mayúscula, a la cual considera propiamente un neologismo de la emergente Modernidad (Koselleck 2010, p. 27). “Fue un logro de la filosofía de la Ilustración el que la Historia como ciencia se desprendiese de la retórica y de la filosofía moral que la flanqueaban, y se liberase de la teología y la jurisprudencia a las que se hallaba subordinada” (Koselleck 2010, p. 47), ya como un “saber” autónomo, sin referirse a un sujeto (Felipe II, Francia, Iglesia, etc.). Es importante destacar que, a partir de su desvinculación de la retórica, se empezó a ocultar la distinción entre la realidad sucedida y el acto de narrarla, que los que la cultivaban sabían bien. Todavía en 1775 Adelung la definía como: “1. Lo que ha sucedido, una cosa sucedida […], 2. La narración de esta historia o de los eventos acontecidos; la Historia [Historie]”, apareciendo ahora un tercer elemento: “3. El conocimiento de los eventos acontecidos, la ciencia de la historia; sin plural” (Koselleck 2010, p. 44). Sin embargo, a la vez, ya realizadas las tres distinciones, las fusionaba bajo el concepto de la “Historia”. Ella se convertiría cada vez más una metacategoría que conllevaba el abandono de la Providencia para explicar el devenir, sustituyéndose ésta por la propia Historia como “condición de posibilidad de las historias”, o bien, como más adelante Droysen lo sintetizaría: “El saber de ella es ella misma” (Koselleck 2010, p. 45). El problema de la distinción entre narración y realidad narrada aparecería nuevamente con fuerza sólo hasta los años setenta del siglo XX, ya en el espacio de la crítica de la Modernidad y su epistemología.
Es así que la emergencia de la Modernidad es la que denota la historicidad de la Historia: a partir de su paulatina autoconciencia se supo que la fractura con el pasado –trazada por la Revolución francesa– implicaba ya la discontinuidad de un proceso que antes se ligaba desde la Creación hasta el fin de los tiempos. Si bien en el ámbito de la cultura griega se empezaron a considerar trascendentales para su sociedad ciertos “acontecimientos”, que se convirtieron en cesuras desde las que la diferencia “antes-después” podía establecerse, ello, sin embargo, no podía llevar al total cambio de identidad entre la sociedad de antes y la de después. Se requería “la unidad de lo diferente”, para lo cual la Antigüedad contó con la “eternidad”. A partir de ella se consiguió esa unidad, y en ella Dios le daba sentido a todo el devenir, uniendo lo anterior con lo posterior, bajo la certidumbre de que todo sucedía según la voluntad divina. Con la llegada de la sociedad moderna se “rompe el aseguramiento del sentido de los acontecimientos en una unidad sin tiempo” (Luhmann 1998, pp. 453-454), instaurándose este avasallador problema del “sentido”, que no se despedirá hasta nuestros días. A lo largo del XIX –el gran siglo de la Historia– se fue haciendo cada vez más evidente este inquietante asunto: ¿si no había Providencia que conectara y diera sentido a las historias particulares, cómo saber hacia dónde iba la Humanidad? Se trata, por supuesto, de un abigarrado y complejo proceso, pero con ánimo de simplificar se pueden trazar dos grandes caminos, ambos obviamente vinculados con la singularización de la Historia. El primero es el seguido por la Filosofía de la Historia: “La unidad estética de sentido de la exposición histórica [historisch], la moral que se exigía o se pretendía obtener de la historia y, finalmente, la construcción conforme a razón de una historia posible: todos estos factores se ensamblaron para producir una filosofía de la historia que, en definitiva, ponía y reconocía la ‘historia misma’ como racional” (Koselleck 2010, p. 70). Ya para Hegel la convergencia entre filosofía e Historia era un hecho indiscutible: la Historia era “ella misma el modo de manifestarse el espíritu que se despliega en el trabajo de la de la historia universal” (Koselleck 2010, p.71). Con ello llegaba a su culminación la transcripción teleológica de la Providencia hacia la inmanencia de la Historia misma, pero como Luhmann señala: “Hegel –como se sabe– no tuvo herederos” (Luhmann 1998, p. 467).
El segundo camino fue el de la autorreferencialidad. Hacia el siglo XX la Historia se alejó cada vez más de la filosofía, y quedó poco a poco más referida a sí misma sin más –en términos luhmannianos, la Historia “reentra en la misma historia”–, y el problema del sentido tendió a resolverse a partir de la identificación de “procesos históricos únicos” (Luhmann 1993, p. 277) que han de rescribirse de nuevo según lo pidan las fuentes, o bien según las interpretaciones que teorías de alcance medio proporcionan para el caso. Así, con el transcurso del siglo “la ciencia de la historia se consolida en el plano de una observación de segundo orden y se preguntará más por el ‘cómo’ de la descripción de la historia (es decir más por el método) que por el ‘qué’ del objeto de la historia” (Luhmann 1998, p. 850). Cabe señalar que por “objeto” no se entiende la tradicional relación cognitiva objeto-sujeto que implica la existencia de una realidad externa, sino que se trata de “una distinción”, tal como la epistemología constructivista lo propone: “ya no hablamos de objetos, sino únicamente de distinciones” (Luhmann 1993, 34).
Ya desde los años treinta del siglo XX, la vanguardia de la historiografía inició con visibilidad una feroz crítica contra una disciplina positivista vacía de sentido para su presente, y así, en 1971, Eric Hobsbawm escribía el paradigmático texto “De la historia social a la historia de la sociedad”. La historia social parecía ofrecer un “objeto” a historiar: la Sociedad; en el cual las historias particulares convergerían. Por otra parte, el sentido de la misma podría comprenderse a lo largo del tiempo a partir de sus cambios históricos. Sin embargo, el rechazo de una “teoría de la sociedad” desde la que pudiera elaborarse un concepto de sociedad que en realidad se tornase científico para la Historia, impidió que se diese este paso. “Los historiadores reconocen en principio que toda historiografía sucede dentro del curso y de la continuación de la historia; aunque su concepto de autorreferencia sigue siendo la historia y no la sociedad. Por eso se conforman con trabajar con presentaciones provisorias de la historia, las cuales –sin partir del fin de la historia– lo hacen desde el estado del saber actual” (Luhmann 1998, p. 456).
¿Por qué este rechazo? Salvo la historia escrita desde el marxismo, después de las primeras propuestas de Annales que se acercaron a Durkheim, hubo cada vez un mayor distanciamiento de la historiografía hacia la sociología –incluso a pesar del diálogo que se entabló con las ciencias sociales en los setenta, que acabó siendo más de orden disciplinar– después de la cercanía que a través del concepto de progreso se tuviera en el siglo anterior con las explicaciones evolucionistas. La noción de “progreso” estuvo ya presente en el Renacimiento y claramente implícita en las diversas filosofías de la Historia posteriores a la Revolución francesa; sin embargo, el cómo de ese progreso seguía siendo una interrogante. Esto hizo atractiva a teoría de la evolución para las teorías de la sociedad desde el XVIII y a lo largo del XIX: “Ahora, en lugar de la ‘mano invisible’, son las fuerzas de la historia las que actúan de manera invisible, los cambios subliminales de la evolución, los motivos y los intereses latentes, que pueden volverse manifiestos sólo con ayuda de teorías científicas” (Luhmann 1998, p. 332). Pero el abandono de una historia universal por parte de los historiadores y de la noción de progreso por parte de la teoría de la evolución, entre otros factores, ha reducido el espacio de la historia, en general, a esos “procesos históricos únicos” alejados del Gran Relato o de las teorías sociales. Sin embargo, “en todo caso, ninguna historiografía podrá prescindir del concepto de cambios estructurales” (Luhmann 1998, p. 453).[1]
¿Qué hacer?
Ante esta encrucijada en la que, por un lado, la historiografía no puede dejar de lado los cambios estructurales, al tiempo que se retira cada vez más de los problemas contemporáneos, frente a “un pasado que ya no es válido ni vinculante y un futuro todavía indeterminado” (Luhmann 1998, p. 850), una vía alternativa podría ser el aproximarse a una “sociología histórica” de un alto nivel de abstracción –como puede concebirse la teoría de la sociedad, desarrollada por Luhmann, la cual es “una teoría específica dentro de la sociología (un caso particular de la teoría de los sistemas sociales)” (Corsi, Esposito y Baraldi 1996, pp. 98-99). Ello le permitiría, con pretensiones de cientificidad a la altura de cualquier otra disciplina, responder a la pregunta por su “objeto” (el qué y no sólo el cómo), que en última instancia no sería otro que el “sistema sociedad” (uno de los tres sistemas sociales planteados por esta aproximación) enfocado desde el punto de vista histórico. En otros términos, la ciencia de la Historia tendría que hacer “la historia del sistema sociedad”, y el hacerlo le permitiría situarse en un lugar desde el que puede formular preguntas históricamente fructíferas en relación con las demás disciplinas sociales. En pocas palabras, conseguir una nueva forma de darle sentido unitario no ya a una “Historia Universal”, sino a la “Historia del Sistema Sociedad”, gracias a esta propuesta –en la que convergen teoría de la evolución, teoría de sistemas y teoría de la comunicación–, la cual une el proceso evolutivo de la sociedad a partir del aumento de “complejidad”. Ello, sobre todo, ante la cada vez más evidente insuficiencia de las autodescripciones de la Modernidad, no sólo no concluida, sino “sólo en sus inicios. La evidente insatisfacción por todo lo que se ofrece actualmente podría convertirse en un inicio más fecundo” (Luhmann 1998, p. 444).
Florilegium
- La historia es enseñanza filosófica mediante ejemplos.[2]
- No he tenido por propósito el referir aquí todo movimiento, sino los más excelentes por su honestidad, o los más notables por su infamia: cuidado y ocupación precisa de quien se encarga de escribir anales, para que no se pasen en silencio los actos virtuosos, y sea temida por los venideros la deshonra de los hechos y dichos infames.[3]
- It belongs to the historian to strive for truth, to charm his hearers or readers by his sweet and elegant language, to inform them of the true facts about the actions, character and life of the hero whom he is describing, and to include nothing else but what seems in reason to be appropriate to history.[4]
- Ma quanto all’esercizio della mente, debe il Principe leggere le istorie, ed in quelle considerare le azioni degli uomini eccellenti; vedere come si sono governati nelle guerre; esaminare le cagioni delle vitorie e perdite loro, per potere queste fuggire, quelle imitare; e sopra tutto fare come ha fatto per l’addietro qualche uomo eccellente, che ha preso ad imitare se alcuno è stato innanzi a lui lodato e glorioso, e di quello ha tenuto sempre i gesti ed azioni appresso di sè: come si dice che Alessandro Magno imitava Achille, Cesare Alessandro, Scipione Ciro.[5]
- Die Weltgeschichte, wissen wir, ist also überhaupt die Auslegung des Geistes in der Zeit, wie die Idee als Natur sich im Raume auslegt.[6]
- [...] daß die sozialen Funktionssysteme wie Politik, Wirtschaf oder Recht nicht immer schon in dieser Form bestanden haben; sie sind vielmehr Produkte der modernen Gesellschaft, die erst seit der Frühen Neuzeit in einem langwierigen Prozeß entstanden ist. Diese Annahme macht die Systemtheorie in noch höherem Maße zu einer Theorie der Geschichte, als wir ohnehin schon unterstellt haben. Ein bestimmter Gesellschaftstypus hat sich in einer bestimmten Phase des historischen Prozesses herausgebildet, vor ihm gab es einen anderen. Gesellschaftstypus, der seinerseits einem Vorgängertypus folgte. Diesen Wandlungs- und Umstrukturierungsprozeß nachzuzeichnen, heißt eine historiographische Konstruktion vorzunehmen, die fast schon den Rang einer Geschichtsphilosphie beanspruchen kann, auch wenn Luhmann diesen Begriff zurückgewiesen hätte.[7]
References
- ↑ “En el caso de los sistemas sociales, las estructuras son estructuras de expectativas…” [Por medio de éstas el sistema puede determinar sus posibilidades operativas –en este caso las comunicaciones– , y sin ellas no podría decidir ni temas, ni el orden de la comunicación] “En este sentido, las expectativas muestran la selectividad de la comunicación y con ella también la posibilidad de direcciones selectivas diversas” (Corsi, Esposito y Baraldi 1996, p. 211). El historiador requiere reconstruir esas estructuras de expectativas en el pasado que permitieron las selecciones que se hicieron precisamente en algún momento de ese entonces.
- ↑ “ἱστορία φιλοσοφία ἐστὶν ἐκ παραδειγάτων”. Dionisio de Halicarnaso, Ars Rhetorica, XI. De Orationum Examine, 2.
- ↑ Cayo Cornelio Tácito, Anales, Libro Tercero, LXV.
- ↑ Gervase of Canterbury, Chronicle, XVIII (circa 1210 d.C.).
- ↑ Niccolò Machiavelli, Il Principe, Cap. XIV: Quello che al Principe si appartegna cerca la milizia.
- ↑ Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte, Werke, XII, p. 96-97.
- ↑ Frank Becker und Elke Reinhardt-Becker, Systemtheorie: eine Einführung für die Geschichts- und Kulturwissenschaften, Frankfurt/New York, Campus Verlag, 2001, p. 80.
Bibliography
Cicerón, Marco Tulio, Sobre la Invención Retórica, traducción de Salvador Núñez, Madrid, Editorial Gredos, 1997.
Corsi, Giancarlo, Elena Esposito y Claudio Baraldi, Glosario sobre la teoría social de Niklas Luhmann, traducción de Miguel Romero Pérez y Carlos Villalobos, México, Universidad Iberoamericana, 1996.
Covarrubias Orozco, Sebastián de, Tesoro de la lengua castellana o española, compuesto por el licenciado Don Sebastián de Covarrubias Orozco, Capellán de su Magestad, Maestrescuela y Canónigo de la Santa Iglesia de Cuenca, y Consultor del Santo Oficio de la Inquisición. Dirigido a la Magestad Católica del Rey Don Felipe III. Nuestro Señor, En Madrid, por Luis Sánchez, impressor del Rey N.S., 1611.
Luhmann, Niklas, Sistemas sociales: Lineamientos para una teoría general, traducción de Silvia Pappe y Brunhilde Erker, Barcelona/México/Bogotá, Antrhopos/Universidad Iberoamericana/CEJA, 1998
Luhmann, Niklas, Teoría de la sociedad, traducción dirigida por Javier Torres Nafarrate, México, Universidad Iberoamericana/ITESO, 1993.
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